Legitimidad y monopolio de la violencia



Rodrigo Soto-Morales
Twitter: @rsotomorales




¿Usted recuerda cuando Andrés Manuel López Obrador bloqueó avenida Reforma y encabezó un plantón en la capital del país por el resultado de las polémicas elecciones del 2 de julio del 2006 que le dieron el triunfo a Felipe Calderón Hinojosa? En aquella ocasión el candidato del PAN fue declarado ganador con 14.91 millones de votos, una ventaja de 0.56 por ciento frente al candidato de la coalición ‘Por el Bien de Todos’, López Obrador, quien obtuvo 14.68 millones

El bloqueo, que inició el 30 de julio del 2006, se dio tras una votación a mano alzada en la plancha del Zócalo, luego de que Calderón, el INE y Acción Nacional se negaran al conteo total de los votos, ¿recuerda la famosa exigencia de 'voto por voto y casilla por casilla'?

AMLO dijo: “Les propongo que nos quedemos aquí, en asamblea permanente (…) que permanezcamos aquí, día y noche, hasta que se cuenten los votos y tengamos un presidente electo con la legalidad mínima que nos merecemos los mexicanos". El concepto que quiso imponer entonces fue que él era el “presidente legítimo”, y vinculó su legitimidad con el voto ciudadano, que en “su verdad”, señalaba que el resultado le era favorable.

La legitimidad política –del tipo que sea– no se agota en un momento, en este caso en la elección, sino que se renueva, se sostiene día con día en el ejercicio del cargo que se asume y la protesta que se realiza de cumplir y hacer cumplir la ley en el personal desempeño del mismo y de las funciones que implica.

En una democracia constitucional e institucional, el “monopolio de la violencia” se le concede al Estado para mantener las condiciones de seguridad y estabilidad. Y ese monopolio es tal que garantiza el cumplimiento de esa responsabilidad. Sólo así se legitima ese “legal monopolio”, sólo así se legitima políticamente el ejercicio de la función asumida.

Al atender los hechos suscitados ayer en Sinaloa, el Estado mexicano claudicó a la legalidad y liberó  –para evitar más muertes–, al hijo del el Chapo Guzmán. Así, el Estado no asumió como principio de su acción, el principio de supremacía constitucional, de supremacía de la ley, y con esto, resquebrajó fuertemente la legitimidad del monopolio de la violencia; su propia legitimidad política como ente encargado de la gobernanza. Resquebrajó la fe de los ciudadanos al no asumir con valentía, honor y lealtad a la constitución sus funciones. Ayer el Estado mexicano no sólo no cumplió con su misión, sino que la eludió.

Hoy el presidente y su equipo reconocieron que así lo decidieron. Hoy el presidente y su equipo están impregnados de ilegitimidad política. Hoy el Estado mexicano es deudor, no sólo de los mexicanos, sino de todas aquellas repúblicas que buscan hacer realidad un concepto de Estado democrático, justo, institucional, constitucional y por tanto legítimo. Hoy el gobierno de México es ilegítimo.

Es imperativo que el presidente cambie su mentalidad y su forma de proceder impregnada de populismo, ligereza y cerrazón ideológica. Porque si no, ya no sólo “el pueblo” como ente abstracto saldrá herido y vejado, sino él y los suyos en concreto estarán –como todos nosotros sus conciudadanos– bajo el asecho de la ingobernabilidad y la anarquía. ¿Qué hacer entonces? ¿huir o persistir?

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